Toda civilización
verdadera viene del cristianismo. Es esto tan cierto, que la civilización toda
se ha reconcentrado en la zona cristiana; fuera de esa zona no hay
civilización, todo es barbarie; y es esto tan cierto, que antes del
cristianismo no ha habido pueblos civilizados en el mundo, ni uno siquiera.
Ninguno, señores;
digo que no ha habido pueblos civilizados, porque el pueblo romano y el pueblo
griego no fueron pueblos civilizados; fueron pueblos cultos, que es cosa muy
diferente. La cultura es el barniz, y nada más que el barniz de las
civilizaciones. El cristianismo civiliza al mundo haciendo estas tres cosas: ha
civilizado al mundo haciendo de la autoridad una cosa inviolable, haciendo de
la obediencia una cosa santa, haciendo de la abnegación y del sacrificio, o,
por mejor decir, de la caridad, una cosa divina. De esa manera el cristianismo
ha civilizado a las naciones. Ahora bien (y aquí está la solución de ese gran
problema), ahora bien: las ideas de la inviolabilidad de la autoridad, de la
santidad, de la obediencia y de la divinidad del sacrificio, esas ideas no están
hoy en la sociedad civil: están en los templos donde se adora al Dios
justiciero y misericordioso, y en los campamentos donde se adora al Dios
fuerte, al Dios de las batallas, bajo los símbolos de la gloria. Por eso,
porque la Iglesia y la milicia san las únicas que conservan íntegras las
nociones de la inviolabilidad de la autoridad, de la santidad de la obediencia
y de la divinidad de la caridad; por eso son hoy los dos representantes de la
civilización europea.
No sé, señores,
si habrá llamado vuestra atención, como ha llamado la mía, la semejanza, cuasi
la identidad entre las dos personas que parecen más distintas y más contrarias:
la semejanza entre el sacerdote y el soldado; ni el uno ni el otro viven para
sí, ni el uno ni el otro viven para su familia; para el uno y para el otro, en
el sacrificio, en la abnegación está la gloria. El encargo del soldado es velar
por la independencia de la sociedad civil. El encargo del sacerdote es velar
por la independencia de la sociedad religiosa. El deber del sacerdote es morir,
dar la vida, como el buen pastor, por sus ovejas. El deber del soldado, como
buen hermano, es dar la vida por sus hermanos. Si consideráis la aspereza de la
vida sacerdotal, el sacerdocio os parecerá, y lo es, en efecto, una verdadera
milicia. Si consideráis la santidad del ministerio militar, la milicia cuasi os
parecerá un verdadero sacerdocio. ¿Qué sería del mundo, qué sería de la
civilización, qué sería de la Europa si no hubiera sacerdotes ni soldados? Y en
vista de esto, señores, si hay alguno que, después de expuesto lo que acabo de
exponer, crea que los ejércitos deben licenciarse, que se levante y lo diga. Si
no hay ninguno, señores, yo me río de todas vuestras economías, porque todas
vuestras economías son utopías. ¿Sabéis lo que pretendéis hacer cuando queréis
salvar la sociedad con vuestras economías sin licenciar el ejército? Pues lo
que pretendéis hacer es apagar el incendio de la nación con un vaso de agua.
Esto es lo que pretendéis. Queda, pues, demostrado, como me propuse demostrar,
que las cuestiones económicas no son las más importantes; que no ha llegado la
ocasión de tratarlas aquí exclusivamente, y que las reformas económicas no son
fáciles, y, hasta cierto punto, no son posibles.
Donoso Cortés,
Discurso sobre Europa, Congreso de los Diputados, 30 de enero de 1850
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