Quince años y cuatro meses contaba
José Pignatelli cuando entró en la casa de Noviciado de la Compañía de Jesús,
en Tarragona.
El maestro de novicios
pensaba adquirir, y no se engañó, un nuevo Luis Gonzaga, que con su fervor y
santos ejemplos encendiese en el corazón de sus súbditos ardientes deseos de su
propia perfección y celo de la salvación de las almas. Se veía pintado en el
rostro de cada uno el gozo y regocijo al saber que ya estaba en casa el nuevo
candidato; y cada uno allá en su interior hacía votos para que le cupiese la
dicha de ser el compañero que durante los primeros días suele señalarse a los recién
llegados.
El gozo que experimentó José
en su espíritu al entrar en aquella tan suspirada mansión y escuela de virtud,
no hay palabras con que se pueda explicar. No cabía en sí de júbilo, no acababa
de dar gracias a Dios por el inestimable beneficio que de su bondadosa mano
recibía, y todo era encenderse en deseos de fiel correspondencia con la
observancia más estricta de las reglas y constituciones, que desde entonces
hasta su muerte habían de ser el modelo que en su alma había de copiar. Empezó
desde luego la que llamamos primera probación, la cual hacen los candidatos con
absoluta separación de los demás por espacio de algunos días, durante los
cuales se les explican los puntos sustanciales del instituto, para que empiecen
a conocer lo sublime de su vocación y los deberes que les impone; instrúyeselos
en este mismo tiempo en lo que toca a la observancia común y disciplina
regular, a fin de que no les venga de nuevo el tenor de vida que a los pocos
días han de emprender en compañía de los demás novicios; adiéstraselos en la
práctica del examen general y particular, y en el modo de tener oración, dándose
fin a todo con los ejercicios y la confesión general de toda la vida.
El ángel, instructor y guía
de un novicio
Durante esta primera
probación señalase al candidato por instructor y guía un novicio, para que
siempre le acompañe y vaya instruyéndole.
Le Tocó a José por ángel, que
así suele llamar se el compañero novicio, uno, que si bien era bueno y
virtuoso, con todo no era ningún portento de prudencia y de amabilidad.
Este entre otras lecciones
que le dio, le explicó algunas reglas de modestia, no conforme al espíritu con
que las escribió San Ignacio, sino según el modo con que él las entendía y
practicaba. «Tenga siempre,» le decía, «la cabeza baja, los ojos más bien
cerrados que abiertos, el aspecto serio y algo adusto y melancólico.»
Obedeció sin réplica el bueno
del novicio á su inexperto guía, y procuró hacerse violencia en cosa que tanto
le repugnaba, pues hasta entonces se había siempre captado la benevolencia y amor
de cuantos le trataban precisamente por cierto candor natural y buena gracia en
el semblante siempre sereno, que procedían de un alma enemiga de toda doblez y
ajena aun de la sombra de afectación. El sentir repugnancia en poner por obra
la instrucción de su ángel fue por una parte motivo bastante para hacerse mayor
violencia; y por otra fue causa de alguna perturbación en su alma, como si en
aquel sentimiento hubiese algo de voluntario defecto. Fue á dar cuenta de lo
que pasaba en su interior al Padre Maestro: se le presentó con la cabeza baja, casi
cerrados los ojos, y cubierto el semblante como con un velo de afectada
tristeza.
Se admiró no poco el Padre
Maestro al verle entrar de aquel talante tan diferente del de los primeros
días, y le dijo con blanda voz y con suave sonrisa: «Hermano José, no ha venido
usted a la Compañía para representar el papel de anacoreta: ha entrado para
servir a Dios con corazón magnánimo y santa espontaneidad, con rostro alegre y
placentero: en la Compañía la modestia no ha de ser afectada ni hipócrita, sino
natural y sencilla, efecto de la calma y compostura interior del espíritu, que
se ha de pintar en el semblante.» Estas palabras, según confesaba él después,
le infundieron tal alegría, y le ensancharon tanto el corazón, que luego
recobró su antigua serenidad, y ya desde entonces se vio brillar en su rostro
la más sincera alegría.
La sotana y la guerra contra
su amor proprio
Vestida la sotana y admitido
al trato común con los demás, empezó a practicar con admirable exactitud y
diligencia todos los ejercicios espirituales que se acostumbran en el
noviciado, de tal manera que novicio de pocos días, ya en el tenor de vida y
modo de conducirse se le creyera uno de los más provectos y ejercitados por
mucho tiempo en aquellas prácticas. Nada se le hacía pesado ni enfadoso; en
nada sentía dificultad; ninguna cosa de cuantas le ordenasen, por menuda que
fuese, le parecía de poco momento: todo lo abrazaba y ponía por obra con pronto
rendimiento de voluntad y de juicio. Obedecía sin dilaciones a la simple
insinuación no solamente de los Superiores, sino de cualquiera igual ó
inferior, en quien descubriese alguna sombra de autoridad: con todos usaba
tales demostraciones de afecto y veneración, que bien se echaba de ver que á
todos tenía en igual aprecio y estima.
Desde el principio de su vida
religiosa hizo guerra sin descanso a su amor propio, y empuñó contra él las
armas de una continua abnegación de sí mismo y de la mortificación de sus afectos.
Nacido noble y rico, y criado entre toda clase de regalos y comodidades, no
podía menos de sentir, más que otros de más humilde cuna, las privaciones que
trae consigo la pobreza religiosa, como son el vestido de paño burdo, la mesa
parca y frugal, la habitación desnuda de todo adorno y sin más muebles que los puramente
necesarios, y aun estos incómodos y sin aliño, el tener que vivir día y noche
en compañía de alguno o algunos de sus hermanos, cosa siempre pesada, como que
cercena la libertad y es ocasión de continuas privaciones; y, lo que suele ser
más penoso y duro, el seguir en todo la vida común, en virtud de la cual no se
hace distinción entre persona y persona, ni se repara en grado, en autoridad,
en nacimientos, en talentos, ni otra prerrogativa alguna, a no ser que exija
alguna diferencia la caridad con los débiles o enfermos. Se venció el fervoroso
hermano José en tal grado, que a fuerza de reprimirse en comer siempre lo que
le servían a la mesa, por repugnante que le fuese, llegó a formar costumbre
contraria a su paladar, y a encontrar agradable lo que antes tenía por
desabrido. Solía decir a este propósito en su vejez que la naturaleza acaba por
doblegarse como uno quiere, y llega a no resentirse ni dar señales de vida, si
se contrastan a tiempo sus caprichos.
Así fue que la primera vez
que le enviaron los Superiores al hospital para servir a los enfermos, al
acercarse a uno que exhala de sus úlceras cancerosas un hedor pestilencial, se
le revolvió de tal manera el estómago, que tubo de retirarse inmediatamente a
casa por orden del que hacía de Superior.
En casa se le veía siempre
acudir el primero a los ejercicios de mortificación y humildad: y era cosa que
enternecía verle tan a menudo y con tantas veras ocupado em barrer los aposentos
y pasillos, fregar los platos en la cocina, ayudar el cocinero en su oficio,
besar los pies à sus connovicios, comer en el suelo debajo de la mesa y mendigar
de sus hermanos el alimento.
El pedido de limosna de un noble
novicio
Jamás se le oyó hablar una palabra
de su nobleza o de la elevación o influencia de sus parientes. A 25 de diciembre
de este mismo año de 1753 nació a su hermano D. Joaquín una hija, llamada Da.
María Manuela. El año siguiente, confió el Rey Católico al mismo señor la
embajada de Turín: y al comunicársele a José tan faustas nuevas, se contentaba con
agradecer a Dios los beneficios que a su familia dispensaba.
Yendo un día por la ciudad
con la alforja al hombro pidiendo limosna, tropezó en una calle con algunos jóvenes
oficiales que le conocieron; y al mirarle y reconocerle, se pusieron todos a reír
y hacer burla de él como de un mentecato. Se paró el hermano José muy de
propósito delante de ellos, a fin de que se desahogaran a su placer, y luego les
dijo: “Divertíos en hora buena conmigo, con tal que me paguéis el rato de
solaz, que os proporciono, con alguna limosnita”. Cesó la burla, se quedaron
mudos y no poco admirados de tanta virtud, y le alargaron en efecto una buena
limosna.
Enjambre de animalillos y las
perlas en el hábito del religioso
Volvía en otra ocasión de
enseñar la doctrina a los presos de la cárcel, de donde sacó un enjambre de
animalillos asquerosos que le corrían por la sotana. Lo advirtió uno de sus compañeros;
y al ver que el hermano Pignatelli lejos de mostrar horror y asco, iba
satisfecho y alegre, le dijo: “¿No ve, Hermano,
cuántos animalillos lleva encima?” A lo cual respondió el: “Estas son las perlas
con que siempre debería estar esmaltado el hábito del religioso”.
Sueño pesado y la única tentación
como novicio
Es inexplicable la paz y
alegría de espíritu que experimentaba el buen novicio y la aceptaba como
recompensa de su fervor; pero vino a turbársela una tentación molesta y
humillante: esta fue la del sueño. Por las mañanas no oía la señal para
levantarse: llegada la noche, de puro sueño se caía y no podía estar de pie.
Apuró cuantos remedios le aconsejaron para vencerse, mas todo fue inútil. Esto
comenzó a hacerle temer seriamente que no podría seguir la vida común, y que
tendría que abandonar el estado religioso. Como rayaba casi en exceso el amor
que tenía a su vocación, esta contrariedad fue la más molesta y trabajosa de
cuantas pudieran sobrevenirle. Oraba a Dios con lágrimas y gemidos de corazón; más
el trabajo arreciaba.
En esto se le ofrece que
quizás el Señor le castigase su falta de claridad con los Superiores, a quienes
nunca había dado cuenta de este su estado. Se va al Padre Maestro; manifiéstale
la tentación del sueño y los temores que de ella se le originaban: anímale este
a sufrirla con paciencia, desvanece sus temores, y por fin le dice: «No haga
caso de ese sueño, Hermano: que tiempo vendrá en que desee dormir, y no pueda.»
Así puntualmente le sucedió en los postreros años de su vida; y contaba él este
dicho como profecía de su Maestro.
Esta fue la única tentación,
que sepamos haber padecido en su noviciado: el progreso en las verdaderas y
sólidas virtudes fue cual de su extraordinario fervor podía esperarse. Era este
tal, que no se creyó había de aflojar en él, si para dar pábulo a la incansable
actividad que le aguijoneaba y para distraerle de su continua aplicación
mental, se le concedía la lectura de libros no permitida a los novicios, como
son las historias eclesiásticas y otros semejantes. No se ofendían de esta
distinción sus compañeros, porque reconocían la ventaja que les hacía en la
virtud.
Uno sin embargo se halló, que
menos sólido en el espíritu y poco firme en su vocación, la cual abandonó poco
después, movido o bien de envidia al verse pospuesto a José en la estimación y
aprecio de los demás, o por algún defecto no vencido, resabio de la profesión
de las armas, que antes de entrar en la Compañía había seguido, le miraba de
reojo, le daba con frecuencia ocasiones de mortificación, y le trataba con
aspereza y desabrimiento. Pero esta contradicción no sirvió de otra cosa que de
hacer brillar con nuevo esplendor la virtud del buen Hermano, especialmente la
humildad, caridad y paciencia; y nunca dio la menor señal de resentimiento por
las molestias que le causaba aquel su compañero: disimulaba, sufría en silencio,
y trataba y conversaba con él con la misma afabilidad y mansedumbre que con los
otros Hermanos.
Peregrinación a Manresa y
Monteserrat
Entre las varias pruebas que
en la Compañía se hacen durante el noviciado, una de las principales es el mes
de peregrinación, que hacen los novicios de dos en dos, o de tres en tres, caminando
a pie, pidiendo limosna para sustentarse, visitando los enfermos de los lugares
por donde pasan, y explicando la doctrina cristiana a los niños y demás
personas que asisten a oírla.
Le llegó su turno a José; y
la sola idea de poder visitar el célebre santuario de Montserrat y la ciudad de
Manresa, lugares santificados por San Ignacio, le daba esfuerzo para soportar
todas las molestias que tan largo camino le había de acarrear. Llegado el día
señalado para dar principio a su peregrinación, se van los peregrinos con su
alforja al hombro y el bordón en la mano a pedir la bendición al Padre Rector. Se
la dio este con toda la efusión de su alma, y los exhortó a que en todas partes
diesen buen olor de Cristo con su humildad y paciencia, nombrando superior de los
demás al Hermano Pignatelli. Esta fue para el humilde novicio la más sensible
de todas las amarguras que en aquella expedición y viaje experimentó. Hizo y
reiteró mil instancias con protestas de su indignidad y poca disposición para
aquel cargo; pero todo fue inútil, y hubo de obedecer y someterse.
Poco sin embargo perdió de su
humildad, antes ganó mucho; porque valiéndose de aquella autoridad que sobre
sus compañeros tenía, se hizo siervo de todos y el menor de ellos, escogiendo
en las posadas lo peor para sí y reservando para los otros las camas menos
incómodas, los aposentos mejor aviados, y las mejores limosnas. Vez hubo que, refugiándose
en un hospital, en donde no había más sitio desocupado que un aposento con dos
camas, se las cedió el Hermano José a sus dos compañeros, y él tomó para sí una
camilla o andas que servía para llevar a enterrar los muertos del hospital, y
pasó la noche en ella. Este suceso y otros que le acontecieron en esta
peregrinación los contaba el Siervo de Dios en su vejez a sus novicios con
infantil sencillez y modestia con el objeto de alentarlos a padecer privaciones
e incomodidades por Cristo y a levantar sus ojos y su corazón a Dios y á fiar en
su providencia en medio de las adversidades y peligros. Dejando, pues, lo que
es general a todos los que hacían esta peregrinación, escribiremos lo peculiar
que a nuestro novicio aconteció y él refería a sus discípulos.
En una ocasión llegaron los
peregrinos al anochecer a una aldea muertos de cansancio por una larguísima
jornada, y faltos de fuerzas por el escaso alimento que aquel día habían
recogido. No había allí hospital en donde recogerse; por lo que se vieron precisados
a acudir a la caridad de cierta persona, que a la cuenta simpatizaba poco con
la religión a que sus huéspedes pertenecían. Los acogió muy fríamente, y les
sirvió una cena más fría aún que la acogida. Terminada la cena, les mostró el
sitio en que habían de dormir, y en él pasaron la noche no ya descansando de la
fatiga del viaje, sino desvelados por el hambre, haciendo actos de conformidad
con la voluntad divina, y aprovechando aquella ocasión que se les presentaba de
padecer por su amor.
A la mañana siguiente, antes
de ponerse en camino, fueron a dar gracias del favor recibido al dueño de la
casa y a despedirse de él; y este con la misma frialdad y desabrimiento con que
les había admitido en su casa, los despidió sin darles ni siquiera un mendrugo
de pan con que los hambrientos peregrinos pudiesen cobrar fuerzas para
emprender y continuar su viaje. Dieron principio a él apretando cuanto podían
el paso para ver de hallar dónde tomar algún refrigerio; mas el camino era
largo, por despoblado, dificultoso, y por añadidura empezó á nevar con grande abundancia
y duró la nieve un buen espacio de tiempo. Sacaban ellos fuerzas de flaqueza e
iban prosiguiendo su camino, hasta que, extenuados de frío y de hambre, no
pudieron ya tenerse en pie, y se echaron en el suelo creídos que allí había de
acabar su vida.
Dispuso Dios, por cuyo amor
padecían aquel trabajo, que pasasen por allí algunos viajeros; los cuales
movidos a compasión de aquellos tres religiosos en estado tan lastimoso, les
dieron algo de comer de lo que ellos traían para sí, y recobrado el calor
natural lo suficiente para moverse, echaron a andar hasta un pueblecito que a
poco descubrieron. Su primer cuidado fue dirigirse a la iglesia, según su
costumbre, a venerar al Rey de los Cielos, a darle gracias por los favores
recibidos en la jornada, y a pedirle esfuerzo para continuar su viaje. Tuvo de
ello noticia un buen sacerdote: fue por ellos a la iglesia, y al verlos tan arrecidos
de frío y extenuados de hambre, los compadeció en gran manera, los llevó a su
casa, donde se esmeró en agasajarlos y regalarlos, con lo cual se repusieron
del todo y estuvieron en aptitud de enseñar al pueblo la doctrina cristiana.
Mayor todavía fue otro apuro
en que otra vez se vieron. Con ánimo de ganar tiempo, resuelven atravesar una
montaña de áspera y difícil subida, Llegados con gran dificultad y muchos peligros
a la cumbre, advirtieron que habían equivocado el camino.
Estaba ya puesto el sol, el
sitio era desierto, no conocían a qué distancia estuviesen de poblado, el frío
y el cansancio los tenía abatidos y sin aliento, la nieve lo cubría todo.
Doquiera que dirigiesen los ojos, no descubrían más que horrores, soledad, torrentes
y precipicios, con tanto peligro de dar un paso adelante como de volver atrás,
y con mayor aún de quedarse en donde estaban faltos de abrigo y expuestos a un
aire helado. No les quedó otro remedio que levantar sus corazones al Señor, de quien
únicamente les podía venir el auxilio en trance tan apurado.
Oyó el cielo sus gemidos sin
hacerse aguardar. En lo más fervoroso de su oración oyen una voz que los llama:
se vuelven al sitio de donde les pareció que salía, y ven encima de un peñasco
un agraciado joven, que con apacibles palabras les dice: «Habéis errado el
camino, Padres: para ir á tal punto (y era al que ellos se dirigían), habéis de
ir por aquí (y señalaba a la derecha); luego a la izquierda encontrareis una
veredita que en breve os conducirá seguros a un caserío.» Se fijaron bien en
las señas que el joven les daba; y al volverse para darle las gracias por tal
favor, ya había desaparecido el que no sabemos si fue hombre o ángel; pero sí
que se mostró tan buen conocedor del terreno, que el camino que acababa de
indicar a los extraviados caminantes, aunque muy tortuoso y siempre al borde de
horribles precipicios, los condujo sanos y salvos al término a donde se dirigían,
con pasmo de las personas que a tales horas los vieron llegar. De que en este
hecho hubiese intervenido algo de extraordinario nunca pudieron dudar los caminantes
y cuantos se lo oían referir circunstanciadamente.
De esta manera iba Dios
contrapesando los consuelos y las amarguras de nuestros peregrinos, y premiando
las molestias corporales con los regalos del espíritu. En varios pueblos y
ciudades se Ies hizo un recibimiento muy cortés y caritativo. Llegados un día a
cierto convento de monjas, se acercó el Hermano Pignatelli al torno a pedir
limosna: preguntó la tornera el nombre del que pedía; y como le dijese que eran
novicios de la Compañía, que andaban en peregrinación, fue la monja a
comunicárselo a la abadesa. Baja esta, y pide las alforjas a los peregrinos. Se
la dan, y ella les dice: «Hermanitos, no las recobraréis sin que antes hagáis
lo que os voy a mandar.» — «Veamos,» dicen, «lo que nos ordena.»—«Pues habéis
de comer en una mesa con el capellán de la casa, y nos habéis de echar una
plática.» Se excusaron cuanto les fue posible los novicios; pero fueron tales
las instancias de la abadesa, que hubieron de acceder a lo que les pedía.
Comieron con el sacerdote, hicieron la plática; y la buena señora agradecida y
satisfecha les devolvió los saquillos, mas no vacíos como ellos se los habían entregado,
sino bien llenos de vitualla con que pudiesen continuar el viaje.
El cíngulo que San Ignacio
ofreció a una familia
Para poner fin a la relación
de lo acontecido a nuestros peregrinos, diré lo que les pasó en la jornada a
Manresa. Subían desde el puente de Vilomara, en el Llobregat, hacia la cuna de la
Compañía, cuando he aquí que a la mitad de la cuesta toparon con un buen
labriego, que con su azadón al hombro volvía del campo; y reconociendo por la
edad y la sotana de los viajeros ser aquellos novicios de la Compañía que
peregrinaban, con blanda sonrisa y con muestras de júbilo les rogó que se
llegasen a su casa, que se veía allí a pocos pasos del camino. Agradecieron los
caminantes su buena voluntad muy de corazón, pero le dijeron resueltamente que
no podían aceptar lo que les ofrecía.
El bueno del labrador instaba
una y otra vez, y esforzaba sus razones con la natural elocuencia de un corazón
que agradecía en los hijos los favores recibidos del padre: hasta que viendo á
los interpelados firmes en la repulsa, con sencilla franqueza y desenfado les
dijo: “¿Pues cómo, siendo vosotros hijos de San Ignacio, rehusáis una acogida que
tantas veces él aceptó? Él fue muchas veces a mi casa, y ¿vosotros no queréis
entrar en ella?” Y sin decir más palabra, echó a andar, y ellos siguieron tras él.
Era este buen hombre el dueño
de la Marcetas, poseedor del cíngulo de San Ignacio. Se llamaba Miguel
Casajoana.
Los introdujo el devoto
Miguel en su casa, y les dijo cómo en ella se daba limosna à San Ignacio cuando
iba a hacer oración ante la imagen de la Virgen de la Salud, que se venera aún
hoy en la capilla de Viladordis, distante de la casa como unos trescientos
pasos: y luego sacando una estatuita de plata de Santo Ignacio: “Aquí tenéis,”
les dice, “la imagen de vuestro Padre: este objecto que veis al través del
cristal”, (y les señalaba el que está en una pequeña abertura al pie de la
estatua) “este es el mismo ceñidor de
anea, con que vuestro Padre estrechaba su saco de penitente en la cintura el
tiempo que vivió en Manresa al principio de su conversión. Lo dejó, cuando salió
para Barcelona, a la dueña de la casa, que entonces era, en agradecimiento de
las muchas limosnas que de ella había recibido, haciéndole saber que mientras
conservasen sus herederos aquella reliquia, y prosiguiesen socorriendo con
limosnas, a los pobres de Cristo, no se había de extinguir la familia, ni les había
de faltar el sustento necesario. Así ha sucedido”, concluyó, “hasta ahora, y así
confiamos ha de suceder en adelante”.
Estaban absortos los peregrinos
escuchando las razones del buen hombre, y sentían henchírseles el alma de gozo y
de ternura la oír tan sabrosa relación de los hechos de su santo Padre, y al
verse cobijados bajo aquel techo que él santificó tantas veces con su
presencia. Se postraron ante la imagen de San Ignacio con profundo sentimiento
de devoción y humildad: hicieron un rato de fervorosa oración, y besaron por el
cristal, aquella preciosa reliquia. Los acompañó después Miguel a la cercana
iglesia de la Virgen, en la cual entraron los caminantes sobrecogidos de un
santo respecto al recordar los extraordinarios favores que en ella había San
Ignacio recibido del cielo. Oraron ante la imagen de Nuestra Señora, y no se
hartaban de besar las piedras del suelo que tantas veces pisó el Santo, y en
particular una, en la que hincaba él las rodillas, cuando por estar cerrado el
templo, no podía entrar en él, y por esta era, y es aún, tenida en especial
veneración. Se la ha colocado en el interior en lugar distinguido, y lleva
esculpida esta inscripción: “Piedra de San Ignacio”.
Los peregrinos, satisfecha su
devoción, dieron al buen hombre las gracias más expresivas por la merced que
les había hecho, y a Dios Nuestro Señor que para tanto consuelo suyo lo había deparado.
Se despidieron del dueño de la casa los novicios, y emprendieron su marcha
hacia Manresa, venerando con gran devoción las cruces que en el camino iban
encontrando, como son las de ca’l Grabat, de la Culla y del Tort,
testigos de los muchos éxtasis, y de las soberanas visitas é ilustraciones
celestiales, y otros favores extraordinarios, con que Dios Nuestro Señor había
favorecido al santo penitente de Manresa.
Grandes consolaciones
inundaron el pecho del Hermano José los breves días que le fue dado permanecer
en aquella ciudad de tan gloriosos recuerdos para todo hijo de la Compañía: y si
fue el grande el trabajo que le costó arrancarse de Montserrat y separarse de su
tierna Madre la Santísima Virgen, cuya celebérrima imagen allí se venera, mucho
mayor fue la pena que oprimía su corazón al abandonar a Manresa, teatro
glorioso de tan heroicas hazañas de su bendito Padre y Fundador de la Compañía.
Emprendieron por fin los
peregrinos su viaje hacia Tarragona. Lo que hasta aquí se ha contado de la
peregrinación de nuestro fervoroso novicio, no es sino algo de lo que a menudo refería
en sus últimos años los que él mismo estaba informando en los principios de la
vida religiosa: y como era tanta su circunspección en el hablar, mayormente en
cosas que pudieran redundar en alabanza propia, carecemos de noticias que nos revelen
el interior de su espíritu.
En el noviciado era modelo de
virtud
De los sermones que hacía en
este tiempo se sabe por relación del Padre Moreno, que la palabra de su
discípulo era tan penetrante y eficaz, que traspasaba el corazón más obstinado
y ablandaba el pecho más duro de los que le oían. La malicia y deformidad del
pecado, la incertidumbre de la muerte, la terribilidad del juicio, la vanidad y
la nada de los bienes y males presentes en comparación de los eternos, eran los
asuntos ordinarios de sus pláticas al pueblo: verdades por cierto muy á
propósito para despertar de su letargo al pecador, y que explicadas con aquella
valentía y vigor de espíritu que comunica a la lengua un corazón abrasado en
amor de Dios, son muy poderosas para convertir las almas, por más que estén
encallecidas en el vicio. Añádase a esto la vida santa y los ejemplos de virtud
que admiraban las gentes en un joven, que en la flor de los años, nacido de
nobilísimos padres, y educado entre grandezas y honores, abandonaba cuanto
poseía y le era dado esperar, para seguir a Cristo en vida pobre, humilde,
abyecta y mortificada: todo lo cual predicaba con muda elocuencia y persuadía
más que la copia de palabras y argumentos.
No eran solos los extraños
los que se rendían a la fuerza de persuasión del Hermano José Pignatelli: lo
mismo pasaba a los de la Compañía que eran testigos de su santa y edificativa
conducta.
Los novicios le respectaban
como a santo y le tomaban por modelo de perfección religiosa. Los más
adelantados en edad y en tiempo de religión no poco tenían que aprender de él: “y
hallo en los procesos”, dice a este propósito el Padre Boero, “que hombres ya
cargados de años y envejecidos en la práctica de las virtudes, que le habían conocido
novicio y probado su espíritu, hablaban de él con admiración y grande elogio, y
solo su recuerdo les servía de estímulo para adelantar en la perfección”.
El Padre José Doz resumía en
estas pocas palabras la vida de nuestro novicio en los dos años de probación: “En
el noviciado era modelo de virtud”. Así depone habérselo oído decir el Hermano
José Grassi.
Tal era el hermano
Pignatelli, según confesión de testigos oculares y merecedores de toda fe, ya
en tiempo de su noviciado. Estaba, pues, maduro para hacer los votos, que le
fueron concedidos sin dificultad, y con indecible júbilo de su espíritu los
pronunció en Tarragona a los 9 de mayo de 1755.
(El V. P. José Pignatelli y la Compañia de Jesús en su extinción y restablecimiento, P. Jaime Nonell, Manresa, Imprenta de S. José, 1893, pp. 53-68)