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quarta-feira, 31 de janeiro de 2024

A los quince años, el noviciado de San José Pignatelli

 


Quince años y cuatro meses contaba José Pignatelli cuando entró en la casa de Noviciado de la Compañía de Jesús, en Tarragona.

El maestro de novicios pensaba adquirir, y no se engañó, un nuevo Luis Gonzaga, que con su fervor y santos ejemplos encendiese en el corazón de sus súbditos ardientes deseos de su propia perfección y celo de la salvación de las almas. Se veía pintado en el rostro de cada uno el gozo y regocijo al saber que ya estaba en casa el nuevo candidato; y cada uno allá en su interior hacía votos para que le cupiese la dicha de ser el compañero que durante los primeros días suele señalarse a los recién llegados.

El gozo que experimentó José en su espíritu al entrar en aquella tan suspirada mansión y escuela de virtud, no hay palabras con que se pueda explicar. No cabía en sí de júbilo, no acababa de dar gracias a Dios por el inestimable beneficio que de su bondadosa mano recibía, y todo era encenderse en deseos de fiel correspondencia con la observancia más estricta de las reglas y constituciones, que desde entonces hasta su muerte habían de ser el modelo que en su alma había de copiar. Empezó desde luego la que llamamos primera probación, la cual hacen los candidatos con absoluta separación de los demás por espacio de algunos días, durante los cuales se les explican los puntos sustanciales del instituto, para que empiecen a conocer lo sublime de su vocación y los deberes que les impone; instrúyeselos en este mismo tiempo en lo que toca a la observancia común y disciplina regular, a fin de que no les venga de nuevo el tenor de vida que a los pocos días han de emprender en compañía de los demás novicios; adiéstraselos en la práctica del examen general y particular, y en el modo de tener oración, dándose fin a todo con los ejercicios y la confesión general de toda la vida.

El ángel, instructor y guía de un novicio

Durante esta primera probación señalase al candidato por instructor y guía un novicio, para que siempre le acompañe y vaya instruyéndole.

Le Tocó a José por ángel, que así suele llamar se el compañero novicio, uno, que si bien era bueno y virtuoso, con todo no era ningún portento de prudencia y de amabilidad.

Este entre otras lecciones que le dio, le explicó algunas reglas de modestia, no conforme al espíritu con que las escribió San Ignacio, sino según el modo con que él las entendía y practicaba. «Tenga siempre,» le decía, «la cabeza baja, los ojos más bien cerrados que abiertos, el aspecto serio y algo adusto y melancólico.»

Obedeció sin réplica el bueno del novicio á su inexperto guía, y procuró hacerse violencia en cosa que tanto le repugnaba, pues hasta entonces se había siempre captado la benevolencia y amor de cuantos le trataban precisamente por cierto candor natural y buena gracia en el semblante siempre sereno, que procedían de un alma enemiga de toda doblez y ajena aun de la sombra de afectación. El sentir repugnancia en poner por obra la instrucción de su ángel fue por una parte motivo bastante para hacerse mayor violencia; y por otra fue causa de alguna perturbación en su alma, como si en aquel sentimiento hubiese algo de voluntario defecto. Fue á dar cuenta de lo que pasaba en su interior al Padre Maestro: se le presentó con la cabeza baja, casi cerrados los ojos, y cubierto el semblante como con un velo de afectada tristeza.

Se admiró no poco el Padre Maestro al verle entrar de aquel talante tan diferente del de los primeros días, y le dijo con blanda voz y con suave sonrisa: «Hermano José, no ha venido usted a la Compañía para representar el papel de anacoreta: ha entrado para servir a Dios con corazón magnánimo y santa espontaneidad, con rostro alegre y placentero: en la Compañía la modestia no ha de ser afectada ni hipócrita, sino natural y sencilla, efecto de la calma y compostura interior del espíritu, que se ha de pintar en el semblante.» Estas palabras, según confesaba él después, le infundieron tal alegría, y le ensancharon tanto el corazón, que luego recobró su antigua serenidad, y ya desde entonces se vio brillar en su rostro la más sincera alegría.

La sotana y la guerra contra su amor proprio

Vestida la sotana y admitido al trato común con los demás, empezó a practicar con admirable exactitud y diligencia todos los ejercicios espirituales que se acostumbran en el noviciado, de tal manera que novicio de pocos días, ya en el tenor de vida y modo de conducirse se le creyera uno de los más provectos y ejercitados por mucho tiempo en aquellas prácticas. Nada se le hacía pesado ni enfadoso; en nada sentía dificultad; ninguna cosa de cuantas le ordenasen, por menuda que fuese, le parecía de poco momento: todo lo abrazaba y ponía por obra con pronto rendimiento de voluntad y de juicio. Obedecía sin dilaciones a la simple insinuación no solamente de los Superiores, sino de cualquiera igual ó inferior, en quien descubriese alguna sombra de autoridad: con todos usaba tales demostraciones de afecto y veneración, que bien se echaba de ver que á todos tenía en igual aprecio y estima.

Desde el principio de su vida religiosa hizo guerra sin descanso a su amor propio, y empuñó contra él las armas de una continua abnegación de sí mismo y de la mortificación de sus afectos. Nacido noble y rico, y criado entre toda clase de regalos y comodidades, no podía menos de sentir, más que otros de más humilde cuna, las privaciones que trae consigo la pobreza religiosa, como son el vestido de paño burdo, la mesa parca y frugal, la habitación desnuda de todo adorno y sin más muebles que los puramente necesarios, y aun estos incómodos y sin aliño, el tener que vivir día y noche en compañía de alguno o algunos de sus hermanos, cosa siempre pesada, como que cercena la libertad y es ocasión de continuas privaciones; y, lo que suele ser más penoso y duro, el seguir en todo la vida común, en virtud de la cual no se hace distinción entre persona y persona, ni se repara en grado, en autoridad, en nacimientos, en talentos, ni otra prerrogativa alguna, a no ser que exija alguna diferencia la caridad con los débiles o enfermos. Se venció el fervoroso hermano José en tal grado, que a fuerza de reprimirse en comer siempre lo que le servían a la mesa, por repugnante que le fuese, llegó a formar costumbre contraria a su paladar, y a encontrar agradable lo que antes tenía por desabrido. Solía decir a este propósito en su vejez que la naturaleza acaba por doblegarse como uno quiere, y llega a no resentirse ni dar señales de vida, si se contrastan a tiempo sus caprichos.

Así fue que la primera vez que le enviaron los Superiores al hospital para servir a los enfermos, al acercarse a uno que exhala de sus úlceras cancerosas un hedor pestilencial, se le revolvió de tal manera el estómago, que tubo de retirarse inmediatamente a casa por orden del que hacía de Superior.

En casa se le veía siempre acudir el primero a los ejercicios de mortificación y humildad: y era cosa que enternecía verle tan a menudo y con tantas veras ocupado em barrer los aposentos y pasillos, fregar los platos en la cocina, ayudar el cocinero en su oficio, besar los pies à sus connovicios, comer en el suelo debajo de la mesa y mendigar de sus hermanos el alimento.

El pedido de limosna de un noble novicio

Jamás se le oyó hablar una palabra de su nobleza o de la elevación o influencia de sus parientes. A 25 de diciembre de este mismo año de 1753 nació a su hermano D. Joaquín una hija, llamada Da. María Manuela. El año siguiente, confió el Rey Católico al mismo señor la embajada de Turín: y al comunicársele a José tan faustas nuevas, se contentaba con agradecer a Dios los beneficios que a su familia dispensaba.

Yendo un día por la ciudad con la alforja al hombro pidiendo limosna, tropezó en una calle con algunos jóvenes oficiales que le conocieron; y al mirarle y reconocerle, se pusieron todos a reír y hacer burla de él como de un mentecato. Se paró el hermano José muy de propósito delante de ellos, a fin de que se desahogaran a su placer, y luego les dijo: “Divertíos en hora buena conmigo, con tal que me paguéis el rato de solaz, que os proporciono, con alguna limosnita”. Cesó la burla, se quedaron mudos y no poco admirados de tanta virtud, y le alargaron en efecto una buena limosna.

Enjambre de animalillos y las perlas en el hábito del religioso

Volvía en otra ocasión de enseñar la doctrina a los presos de la cárcel, de donde sacó un enjambre de animalillos asquerosos que le corrían por la sotana. Lo advirtió uno de sus compañeros; y al ver que el hermano Pignatelli lejos de mostrar horror y asco, iba satisfecho y alegre, le dijo:  “¿No ve, Hermano, cuántos animalillos lleva encima?” A lo cual respondió el: “Estas son las perlas con que siempre debería estar esmaltado el hábito del religioso”.

Sueño pesado y la única tentación como novicio

Es inexplicable la paz y alegría de espíritu que experimentaba el buen novicio y la aceptaba como recompensa de su fervor; pero vino a turbársela una tentación molesta y humillante: esta fue la del sueño. Por las mañanas no oía la señal para levantarse: llegada la noche, de puro sueño se caía y no podía estar de pie. Apuró cuantos remedios le aconsejaron para vencerse, mas todo fue inútil. Esto comenzó a hacerle temer seriamente que no podría seguir la vida común, y que tendría que abandonar el estado religioso. Como rayaba casi en exceso el amor que tenía a su vocación, esta contrariedad fue la más molesta y trabajosa de cuantas pudieran sobrevenirle. Oraba a Dios con lágrimas y gemidos de corazón; más el trabajo arreciaba.

En esto se le ofrece que quizás el Señor le castigase su falta de claridad con los Superiores, a quienes nunca había dado cuenta de este su estado. Se va al Padre Maestro; manifiéstale la tentación del sueño y los temores que de ella se le originaban: anímale este a sufrirla con paciencia, desvanece sus temores, y por fin le dice: «No haga caso de ese sueño, Hermano: que tiempo vendrá en que desee dormir, y no pueda.» Así puntualmente le sucedió en los postreros años de su vida; y contaba él este dicho como profecía de su Maestro.

Esta fue la única tentación, que sepamos haber padecido en su noviciado: el progreso en las verdaderas y sólidas virtudes fue cual de su extraordinario fervor podía esperarse. Era este tal, que no se creyó había de aflojar en él, si para dar pábulo a la incansable actividad que le aguijoneaba y para distraerle de su continua aplicación mental, se le concedía la lectura de libros no permitida a los novicios, como son las historias eclesiásticas y otros semejantes. No se ofendían de esta distinción sus compañeros, porque reconocían la ventaja que les hacía en la virtud.

Uno sin embargo se halló, que menos sólido en el espíritu y poco firme en su vocación, la cual abandonó poco después, movido o bien de envidia al verse pospuesto a José en la estimación y aprecio de los demás, o por algún defecto no vencido, resabio de la profesión de las armas, que antes de entrar en la Compañía había seguido, le miraba de reojo, le daba con frecuencia ocasiones de mortificación, y le trataba con aspereza y desabrimiento. Pero esta contradicción no sirvió de otra cosa que de hacer brillar con nuevo esplendor la virtud del buen Hermano, especialmente la humildad, caridad y paciencia; y nunca dio la menor señal de resentimiento por las molestias que le causaba aquel su compañero: disimulaba, sufría en silencio, y trataba y conversaba con él con la misma afabilidad y mansedumbre que con los otros Hermanos.

Peregrinación a Manresa y Monteserrat

Entre las varias pruebas que en la Compañía se hacen durante el noviciado, una de las principales es el mes de peregrinación, que hacen los novicios de dos en dos, o de tres en tres, caminando a pie, pidiendo limosna para sustentarse, visitando los enfermos de los lugares por donde pasan, y explicando la doctrina cristiana a los niños y demás personas que asisten a oírla.

Le llegó su turno a José; y la sola idea de poder visitar el célebre santuario de Montserrat y la ciudad de Manresa, lugares santificados por San Ignacio, le daba esfuerzo para soportar todas las molestias que tan largo camino le había de acarrear. Llegado el día señalado para dar principio a su peregrinación, se van los peregrinos con su alforja al hombro y el bordón en la mano a pedir la bendición al Padre Rector. Se la dio este con toda la efusión de su alma, y los exhortó a que en todas partes diesen buen olor de Cristo con su humildad y paciencia, nombrando superior de los demás al Hermano Pignatelli. Esta fue para el humilde novicio la más sensible de todas las amarguras que en aquella expedición y viaje experimentó. Hizo y reiteró mil instancias con protestas de su indignidad y poca disposición para aquel cargo; pero todo fue inútil, y hubo de obedecer y someterse.

Poco sin embargo perdió de su humildad, antes ganó mucho; porque valiéndose de aquella autoridad que sobre sus compañeros tenía, se hizo siervo de todos y el menor de ellos, escogiendo en las posadas lo peor para sí y reservando para los otros las camas menos incómodas, los aposentos mejor aviados, y las mejores limosnas. Vez hubo que, refugiándose en un hospital, en donde no había más sitio desocupado que un aposento con dos camas, se las cedió el Hermano José a sus dos compañeros, y él tomó para sí una camilla o andas que servía para llevar a enterrar los muertos del hospital, y pasó la noche en ella. Este suceso y otros que le acontecieron en esta peregrinación los contaba el Siervo de Dios en su vejez a sus novicios con infantil sencillez y modestia con el objeto de alentarlos a padecer privaciones e incomodidades por Cristo y a levantar sus ojos y su corazón a Dios y á fiar en su providencia en medio de las adversidades y peligros. Dejando, pues, lo que es general a todos los que hacían esta peregrinación, escribiremos lo peculiar que a nuestro novicio aconteció y él refería a sus discípulos.

En una ocasión llegaron los peregrinos al anochecer a una aldea muertos de cansancio por una larguísima jornada, y faltos de fuerzas por el escaso alimento que aquel día habían recogido. No había allí hospital en donde recogerse; por lo que se vieron precisados a acudir a la caridad de cierta persona, que a la cuenta simpatizaba poco con la religión a que sus huéspedes pertenecían. Los acogió muy fríamente, y les sirvió una cena más fría aún que la acogida. Terminada la cena, les mostró el sitio en que habían de dormir, y en él pasaron la noche no ya descansando de la fatiga del viaje, sino desvelados por el hambre, haciendo actos de conformidad con la voluntad divina, y aprovechando aquella ocasión que se les presentaba de padecer por su amor.

A la mañana siguiente, antes de ponerse en camino, fueron a dar gracias del favor recibido al dueño de la casa y a despedirse de él; y este con la misma frialdad y desabrimiento con que les había admitido en su casa, los despidió sin darles ni siquiera un mendrugo de pan con que los hambrientos peregrinos pudiesen cobrar fuerzas para emprender y continuar su viaje. Dieron principio a él apretando cuanto podían el paso para ver de hallar dónde tomar algún refrigerio; mas el camino era largo, por despoblado, dificultoso, y por añadidura empezó á nevar con grande abundancia y duró la nieve un buen espacio de tiempo. Sacaban ellos fuerzas de flaqueza e iban prosiguiendo su camino, hasta que, extenuados de frío y de hambre, no pudieron ya tenerse en pie, y se echaron en el suelo creídos que allí había de acabar su vida.

Dispuso Dios, por cuyo amor padecían aquel trabajo, que pasasen por allí algunos viajeros; los cuales movidos a compasión de aquellos tres religiosos en estado tan lastimoso, les dieron algo de comer de lo que ellos traían para sí, y recobrado el calor natural lo suficiente para moverse, echaron a andar hasta un pueblecito que a poco descubrieron. Su primer cuidado fue dirigirse a la iglesia, según su costumbre, a venerar al Rey de los Cielos, a darle gracias por los favores recibidos en la jornada, y a pedirle esfuerzo para continuar su viaje. Tuvo de ello noticia un buen sacerdote: fue por ellos a la iglesia, y al verlos tan arrecidos de frío y extenuados de hambre, los compadeció en gran manera, los llevó a su casa, donde se esmeró en agasajarlos y regalarlos, con lo cual se repusieron del todo y estuvieron en aptitud de enseñar al pueblo la doctrina cristiana.

Mayor todavía fue otro apuro en que otra vez se vieron. Con ánimo de ganar tiempo, resuelven atravesar una montaña de áspera y difícil subida, Llegados con gran dificultad y muchos peligros a la cumbre, advirtieron que habían equivocado el camino.

Estaba ya puesto el sol, el sitio era desierto, no conocían a qué distancia estuviesen de poblado, el frío y el cansancio los tenía abatidos y sin aliento, la nieve lo cubría todo. Doquiera que dirigiesen los ojos, no descubrían más que horrores, soledad, torrentes y precipicios, con tanto peligro de dar un paso adelante como de volver atrás, y con mayor aún de quedarse en donde estaban faltos de abrigo y expuestos a un aire helado. No les quedó otro remedio que levantar sus corazones al Señor, de quien únicamente les podía venir el auxilio en trance tan apurado.

Oyó el cielo sus gemidos sin hacerse aguardar. En lo más fervoroso de su oración oyen una voz que los llama: se vuelven al sitio de donde les pareció que salía, y ven encima de un peñasco un agraciado joven, que con apacibles palabras les dice: «Habéis errado el camino, Padres: para ir á tal punto (y era al que ellos se dirigían), habéis de ir por aquí (y señalaba a la derecha); luego a la izquierda encontrareis una veredita que en breve os conducirá seguros a un caserío.» Se fijaron bien en las señas que el joven les daba; y al volverse para darle las gracias por tal favor, ya había desaparecido el que no sabemos si fue hombre o ángel; pero sí que se mostró tan buen conocedor del terreno, que el camino que acababa de indicar a los extraviados caminantes, aunque muy tortuoso y siempre al borde de horribles precipicios, los condujo sanos y salvos al término a donde se dirigían, con pasmo de las personas que a tales horas los vieron llegar. De que en este hecho hubiese intervenido algo de extraordinario nunca pudieron dudar los caminantes y cuantos se lo oían referir circunstanciadamente.

De esta manera iba Dios contrapesando los consuelos y las amarguras de nuestros peregrinos, y premiando las molestias corporales con los regalos del espíritu. En varios pueblos y ciudades se Ies hizo un recibimiento muy cortés y caritativo. Llegados un día a cierto convento de monjas, se acercó el Hermano Pignatelli al torno a pedir limosna: preguntó la tornera el nombre del que pedía; y como le dijese que eran novicios de la Compañía, que andaban en peregrinación, fue la monja a comunicárselo a la abadesa. Baja esta, y pide las alforjas a los peregrinos. Se la dan, y ella les dice: «Hermanitos, no las recobraréis sin que antes hagáis lo que os voy a mandar.» — «Veamos,» dicen, «lo que nos ordena.»—«Pues habéis de comer en una mesa con el capellán de la casa, y nos habéis de echar una plática.» Se excusaron cuanto les fue posible los novicios; pero fueron tales las instancias de la abadesa, que hubieron de acceder a lo que les pedía. Comieron con el sacerdote, hicieron la plática; y la buena señora agradecida y satisfecha les devolvió los saquillos, mas no vacíos como ellos se los habían entregado, sino bien llenos de vitualla con que pudiesen continuar el viaje.

El cíngulo que San Ignacio ofreció a una familia

Para poner fin a la relación de lo acontecido a nuestros peregrinos, diré lo que les pasó en la jornada a Manresa. Subían desde el puente de Vilomara, en el Llobregat, hacia la cuna de la Compañía, cuando he aquí que a la mitad de la cuesta toparon con un buen labriego, que con su azadón al hombro volvía del campo; y reconociendo por la edad y la sotana de los viajeros ser aquellos novicios de la Compañía que peregrinaban, con blanda sonrisa y con muestras de júbilo les rogó que se llegasen a su casa, que se veía allí a pocos pasos del camino. Agradecieron los caminantes su buena voluntad muy de corazón, pero le dijeron resueltamente que no podían aceptar lo que les ofrecía.

El bueno del labrador instaba una y otra vez, y esforzaba sus razones con la natural elocuencia de un corazón que agradecía en los hijos los favores recibidos del padre: hasta que viendo á los interpelados firmes en la repulsa, con sencilla franqueza y desenfado les dijo: “¿Pues cómo, siendo vosotros hijos de San Ignacio, rehusáis una acogida que tantas veces él aceptó? Él fue muchas veces a mi casa, y ¿vosotros no queréis entrar en ella?” Y sin decir más palabra, echó a andar, y ellos siguieron tras él.

Era este buen hombre el dueño de la Marcetas, poseedor del cíngulo de San Ignacio. Se llamaba Miguel Casajoana.

Los introdujo el devoto Miguel en su casa, y les dijo cómo en ella se daba limosna à San Ignacio cuando iba a hacer oración ante la imagen de la Virgen de la Salud, que se venera aún hoy en la capilla de Viladordis, distante de la casa como unos trescientos pasos: y luego sacando una estatuita de plata de Santo Ignacio: “Aquí tenéis,” les dice, “la imagen de vuestro Padre: este objecto que veis al través del cristal”, (y les señalaba el que está en una pequeña abertura al pie de la estatua)  “este es el mismo ceñidor de anea, con que vuestro Padre estrechaba su saco de penitente en la cintura el tiempo que vivió en Manresa al principio de su conversión. Lo dejó, cuando   salió para Barcelona, a la dueña de la casa, que entonces era, en agradecimiento de las muchas limosnas que de ella había recibido, haciéndole saber que mientras conservasen sus herederos aquella reliquia, y prosiguiesen socorriendo con limosnas, a los pobres de Cristo, no se había de extinguir la familia, ni les había de faltar el sustento necesario. Así ha sucedido”, concluyó, “hasta ahora, y así confiamos ha de suceder en adelante”.

Estaban absortos los peregrinos escuchando las razones del buen hombre, y sentían henchírseles el alma de gozo y de ternura la oír tan sabrosa relación de los hechos de su santo Padre, y al verse cobijados bajo aquel techo que él santificó tantas veces con su presencia. Se postraron ante la imagen de San Ignacio con profundo sentimiento de devoción y humildad: hicieron un rato de fervorosa oración, y besaron por el cristal, aquella preciosa reliquia. Los acompañó después Miguel a la cercana iglesia de la Virgen, en la cual entraron los caminantes sobrecogidos de un santo respecto al recordar los extraordinarios favores que en ella había San Ignacio recibido del cielo. Oraron ante la imagen de Nuestra Señora, y no se hartaban de besar las piedras del suelo que tantas veces pisó el Santo, y en particular una, en la que hincaba él las rodillas, cuando por estar cerrado el templo, no podía entrar en él, y por esta era, y es aún, tenida en especial veneración. Se la ha colocado en el interior en lugar distinguido, y lleva esculpida esta inscripción: “Piedra de San Ignacio”.

Los peregrinos, satisfecha su devoción, dieron al buen hombre las gracias más expresivas por la merced que les había hecho, y a Dios Nuestro Señor que para tanto consuelo suyo lo había deparado. Se despidieron del dueño de la casa los novicios, y emprendieron su marcha hacia Manresa, venerando con gran devoción las cruces que en el camino iban encontrando, como son las de ca’l Grabat, de la Culla y del Tort, testigos de los muchos éxtasis, y de las soberanas visitas é ilustraciones celestiales, y otros favores extraordinarios, con que Dios Nuestro Señor había favorecido al santo penitente de Manresa.

Grandes consolaciones inundaron el pecho del Hermano José los breves días que le fue dado permanecer en aquella ciudad de tan gloriosos recuerdos para todo hijo de la Compañía: y si fue el grande el trabajo que le costó arrancarse de Montserrat y separarse de su tierna Madre la Santísima Virgen, cuya celebérrima imagen allí se venera, mucho mayor fue la pena que oprimía su corazón al abandonar a Manresa, teatro glorioso de tan heroicas hazañas de su bendito Padre y Fundador de la Compañía.

Emprendieron por fin los peregrinos su viaje hacia Tarragona. Lo que hasta aquí se ha contado de la peregrinación de nuestro fervoroso novicio, no es sino algo de lo que a menudo refería en sus últimos años los que él mismo estaba informando en los principios de la vida religiosa: y como era tanta su circunspección en el hablar, mayormente en cosas que pudieran redundar en alabanza propia, carecemos de noticias que nos revelen el interior de su espíritu.

En el noviciado era modelo de virtud

De los sermones que hacía en este tiempo se sabe por relación del Padre Moreno, que la palabra de su discípulo era tan penetrante y eficaz, que traspasaba el corazón más obstinado y ablandaba el pecho más duro de los que le oían. La malicia y deformidad del pecado, la incertidumbre de la muerte, la terribilidad del juicio, la vanidad y la nada de los bienes y males presentes en comparación de los eternos, eran los asuntos ordinarios de sus pláticas al pueblo: verdades por cierto muy á propósito para despertar de su letargo al pecador, y que explicadas con aquella valentía y vigor de espíritu que comunica a la lengua un corazón abrasado en amor de Dios, son muy poderosas para convertir las almas, por más que estén encallecidas en el vicio. Añádase a esto la vida santa y los ejemplos de virtud que admiraban las gentes en un joven, que en la flor de los años, nacido de nobilísimos padres, y educado entre grandezas y honores, abandonaba cuanto poseía y le era dado esperar, para seguir a Cristo en vida pobre, humilde, abyecta y mortificada: todo lo cual predicaba con muda elocuencia y persuadía más que la copia de palabras y argumentos.

No eran solos los extraños los que se rendían a la fuerza de persuasión del Hermano José Pignatelli: lo mismo pasaba a los de la Compañía que eran testigos de su santa y edificativa conducta.

Los novicios le respectaban como a santo y le tomaban por modelo de perfección religiosa. Los más adelantados en edad y en tiempo de religión no poco tenían que aprender de él: “y hallo en los procesos”, dice a este propósito el Padre Boero, “que hombres ya cargados de años y envejecidos en la práctica de las virtudes, que le habían conocido novicio y probado su espíritu, hablaban de él con admiración y grande elogio, y solo su recuerdo les servía de estímulo para adelantar en la perfección”.

El Padre José Doz resumía en estas pocas palabras la vida de nuestro novicio en los dos años de probación: “En el noviciado era modelo de virtud”. Así depone habérselo oído decir el Hermano José Grassi.

Tal era el hermano Pignatelli, según confesión de testigos oculares y merecedores de toda fe, ya en tiempo de su noviciado. Estaba, pues, maduro para hacer los votos, que le fueron concedidos sin dificultad, y con indecible júbilo de su espíritu los pronunció en Tarragona a los 9 de mayo de 1755.


(El V. P. José Pignatelli y la Compañia de Jesús en su extinción y  restablecimiento, P. Jaime Nonell, Manresa, Imprenta de S. José, 1893, pp. 53-68)